Aquellas dos esmeraldas no dejaban de observar cada movimiento entre nosotros, un perfecto eclipse de miel y sal devolvían a mi cuerpo las caricias perdidas en el ayer. Podía escuchar la música fuera de aquella improvisada habitación mientras dejaba escapar de mis nublosos ojos una lágrima en consagración de mi regreso atrás.
Tal vez lo imagine, tal vez no… pero ahí estábamos los dos, devolviendo a su dueños cada uno de los besos que por derecho nos habían pertenecido toda la vida. La turbulencia del avión hacia nuestra tarea un poco más fácil, yo sentado, ella sobre mí, nuestros cuerpos desnudos hacían del sudor la perfecta conjugación de un sueño del que jamás hubiéramos querido despertar.
Ella acariciaba mi pelo, mientras mi boca tenía el placer de ser un niño nuevamente entre sus pechos. Éramos uno, sus uñas dejaban marcas imperceptibles en mi piel que no podré borrar jamás, y por su cuerpo, comenzaba a recorrer la esencia de mi amor, que en los momentos de tristeza entre sus poros volvería a brotar, para así florecer en nosotros la telepatía necesaria, y buscarnos otra vez.
Sabia que bajo ese manto rojo que cubría sus ojos, estaba ese pasado innegable, que se empeñaba en juntarnos y que nos ataría de por vida el uno al otro, sabía que tras sus besos, que tras la sensación de esa dulce boca había un futuro incierto para ambos. Pero… queríamos disfrutar de ese instante…
Me abrazaba fuerte como queriendo quedarse junto a mi, que los minutos no acabaran jamás, le susurraba al oído lo mucho que la amaba, trataba de resumir en un suspiro los años de extrañarla tanto y en un gemido respondió cada una de mis preguntas.
Tomaba sus caderas con fuerza, dejando en ellas las llaves de mi hogar. Ella repasaba el camino, marcándolo con suaves mordiscos en mi cuello, una y otra vez… creo que habían golpeado la puerta y ya nada nos importaba.
Aquella pelirroja por fin se había decidido a cruzar el mundo entero para tomar ese avión, y yo había soportado la tempestuosa personalidad de la más tierna mujer y nada nos podría interrumpir, ahora que calzábamos nuestros deseos en un profundo abrazo.
Cuatro paredes cómplices que miraban en nosotros el deseo, que nos resguardaban de las miradas, que atesoraban nuestros susurros y dejaban entrar por sus rendijas el aire que nos dio la vida por todo ese tiempo.
Tal vez lo soñé, pero ahí estaba yo… en ese caluroso cuarto…
Viajero Chile